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Todo el mundo corría, y el animal, desbocado mugía dando cornadas a diestro y siniestro. De pronto, la princesa y su madre lo vieron acercarse. Mudinda se quitó el mantón rojo y, con gran destreza, empezó a torearlo. Pero el animal la embestía una y otra vez.
¿Y el torero? ¿Dónde está el torero? - gritaba la gente. Pero el torero había estado bebiendo con sus amigos y en ese momento estaba durmiendo la siesta. La princesa veía que ya no resistiría más. Entonces, el príncipe, saliendo de entre los olivos, comenzó a cantar. Su voz era tan candorosa, tan poderosa y a la vez tan cándida, que el animal se lo quedó mirando embelesado y, ante el estupor de todos los presentes, fue caminando hasta él, le lamió la mano y se tumbó a sus pies como un cachorro.
Todo el mundo quedó admirado por lo que acababan de ver. La princesa se acercó al príncipe-arlequín y le preguntó quién era.
Había escuchado la nana en el barco, y ahora estaba muy cerca de aquella feria, con lo cual, su casa giratoria se dirigía cada vez más deprisa hasta aquel lugar. A la princesa le encantó el teatro. Porque, por su amor, el príncipe había cantado su linda canción: "De mi reino del silencio me marché..." Al acabar la princesa lo invitó a su carromato a cenar: Él, entonces le contó toda su historia. Comenzaron a darse cuenta de que se estaban enamorando.
Allá, enseguida lo metió en su laboratorio, y le robó todas sus canciones. Un día, estaba el príncipe sentado, olvidado de todo, metió su mano en el bolsillo. Miró, y vio a la princesa, que lloraba sin cesar. Entonces lo recordó todo: recordó quién era, lo que había abandonado; su voz y su princesa. Y en ese instante se asomó a las ventanas de la fortaleza y comenzó a cantar... Cantó y cantó, hasta que su voz llegó en el viento hasta la princesa, que llevaba vagando años y años en busca de su amado... |
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